La señora G, era una de esas mujeres que encarnan la imagen de la perseverancia. Maestra de vocación y de profesión por más de cuatro décadas, su vida transcurrió entre tizas, pupitres y la promesa silenciosa de un mejor futuro.
Mientras muchos colegas gastaban sus ingresos extra en viajes o lujos inmediatos, la señora G cultivaba una pasión más sólida, aunque irónica: el ladrillo.
Su estrategia de inversión era sencilla y, para ella, brillante. Recurría a la cooperativa de maestros con una puntualidad casi ritual, tomaba pequeños préstamos y los destinaba a lo que consideraba una inversión infalible: la tierra.
"El dinero se esfuma" solía decir a sus amigas, "pero la tierra siempre está ahí. Es el único bien que Dios no fabrica más."
Y así, poco a poco, con la disciplina que le había enseñado a cientos de niños a leer y escribir, la señora G fue acumulando propiedades. Un solar aquí, una pequeña casa a medio construir allá, un terreno rústico en las afueras. Su fortuna, pensaba, se construía silenciosa.
Sin embargo, el mismo rigor que aplicaba a las matemáticas, lo abandonaba curiosamente en el ámbito legal. La señora G era una mujer práctica y, sobre todo, austera. Cada vez que compraba un inmueble, se negaba a invertir en lo que ella llamaba "los honorarios excesivos" de los "abogados sofisticados."
"¿Para qué pagarle a un especialista de 'derecho inmobiliario' si lo que necesito es un simple papel de compraventa?", se preguntaba. Para ella, esos abogados de cuello y corbata eran un gasto superfluo.
Así, su rutina era clara: elegía la propiedad, se reunía con el vendedor y, para formalizar, acudía al primer abogado o notario que encontrara, generalmente el más económico.
Bastaba un acto de venta firmado, sellado y registrado. Un documento privado, robusto en apariencia, pero frágil en su esencia legal. El certificado de título, la cédula de identidad del inmueble, lo dejaba pendiente. "Ya lo saco después, cuando tenga tiempo y un dinerito extra," se decía. Un "después" que nunca llegaba.
Los años pasaron. La señora G se jubiló con una pensión modesta, pero con la tranquilidad de ser una mujer con un patrimonio considerable, o al menos eso creía. Decidió que era el momento de disfrutar de los frutos de su diligencia y vender algunas propiedades para costearse un pequeño retiro.
Fue entonces cuando la realidad, esquiva y despiadada, golpeó a su puerta.
El primer potencial comprador, un joven inversionista muy bien asesorado, visitó el solar que la señora G ocupaba hacía más de quince años. La ubicación era excelente. El precio, razonable. "Solo un detalle, señora G," inquirió el joven con cortesía profesional, "muéstreme, por favor, el Certificado de Título."
La señora G, con el orgullo de quien cree tener todo en regla, extrajo de un grueso folder el reluciente y antiguo acto de compraventa, firmado por un notario ya fallecido. "Aquí está, mi hijo. Acto de Venta, con todas las de la ley."
El joven lo revisó con una sonrisa educada. "Señora G, esto es solo un contrato. Es válido entre usted y el vendedor, pero no prueba ante el Estado que usted es la propietaria real. Necesito el Certificado de Título. Un terreno con solo un Acto de Venta es un problema, no una inversión."
El joven se fue. Luego vino una familia. Después, otro inversionista. Todos repitieron la misma frase: "Sin Certificado de Título, no hay negocio."
La frustración y el miedo carcomieron la tranquilidad de la señora G. Su patrimonio, la obra de toda su vida, parecía estar construido sobre arena.
Finalmente, claudicó. Buscó lo que siempre había evitado: un abogado especialista en Derecho Inmobiliario y de Tierras, uno de esos que cobran "por la cabeza," como ella solía bromear.
El abogado, un hombre meticuloso, tomó el caso con seriedad. Le pidió todos los documentos, incluyendo el famoso Acto de Venta. Las investigaciones comenzaron en el Registro de Títulos.
Una semana después, el Licenciado citó a la señora G a su oficina. La noticia que le dio fue un golpe demoledor, la negación total de la vida que ella creía haber vivido.
"Señora G," le explicó el abogado con voz grave, "hemos revisado sus documentos. El problema es mucho más grave de lo que pensábamos. Usted ha estado ocupando y pagando impuestos por la parcela 345 en el sector X, donde está su casa actual, y ha invertido ahí por años."
La señora G asintió, nerviosa.
"Sin embargo," continuó el abogado, señalando un plano catastral, "el Acto de Venta que usted tiene en su poder, el que compró con tanto esfuerzo, corresponde a la Parcela 345-A, una extensión de tierra completamente diferente, ubicada a dos kilómetros de distancia, en una zona que es prácticamente inaccesible."
En otras palabras: la señora G, por ahorrar en una investigación legal, había estado ocupando, mejorando y defendiendo con uñas y dientes un terreno que nunca le perteneció legalmente, y el terreno por el que ella había pagado y tenía un "papelito," era un baldío que nunca había visto.
Lo peor vino después. Para poder obtener el Certificado de Título del terreno que ella estaba ocupando, el abogado explicó que tendría que iniciar un proceso de comprarle los derechos a los verdaderos dueños de la Parcela 345, aquellos que sí tenían el Título de Propiedad emitido por el Estado.
Por el otro lado, para vender la parcela que sí estaba a su nombre en el Acto de Venta, primero tendría que ubicarla y luego lograr que alguien la comprara sin poder darle posesión.
Los costos de comprar los derechos a los legítimos dueños de "su" casa, más los honorarios para el proceso sumaban una cifra importante, varias veces lo que le hubiera costado una investigación y un proceso de transferencia de título adecuado veinte años atrás.
La señora G, la maestra metódica y ahorradora, se dio cuenta en ese instante de que su "economía" inicial de unos pocos miles de pesos en abogados, la había condenado a un gasto de cientos de miles, a un litigio interminable y, peor aún, a una angustia que le robaba el sueño.
El ahorro mal entendido le había salido carísimo.
Moraleja de la Historia
"El patrimonio no se construye solo con ladrillos y dinero, sino con la solidez de sus documentos.
En las inversiones, especialmente en las inmobiliarias, escatimar en la debida diligencia legal no es ahorro, sino un préstamo sin intereses que el destino cobra con creces, transformando un capital seguro en un costoso y amargo dolor de cabeza."